- agosto 29, 2017
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EL INDIO PILAN
(CUENTO)
El cacique ordenó:
- ¡Dadle muerte!
Los soldados arrastraron al
sentenciado y o llevaron por el estrecho camino que terminaba junto a l cerro,
al pie de la represa.
El poblado indígena, asentado en
los alrededores de la ciudadela, se conmovió ante la orden de Pirúa y alistaron
las ofrendas de barro: objetos misteriosos que con sus manos trataron de
perfeccionar para explicar al mundo la profundidad de su obligado dolor de
peregrinos mitimaes.
Durante dos noches se habían
escuchado los gemidos de la tortura y, a la luz de la luna, se divisaban las
siluetas de los vigilantes en el torreón del recinto militar. Esta vez
denotaban inquietud y conmoción.
Habían transcurrido tres días
desde el momento en que el indio Pilán cometiera la gran ofensa contra el
espíritu de la Mamapacha, espíritu que corría por la quebrada en forma e agua
cristalina y se deslizaba desde las alturas, naciendo allí donde las
protuberancias telúricas escondían los ojos de la madre tierra.
A esas aguas, desde tiempos
inmemoriales, acudía la Coya (esposa del Inca) a purificarse. Era en la segunda
noche equinoccial, cuando las flores se alistaban a lucir su nuevo traje de
gala. A medianoche penetraba en las aguas e imploraba a la Coyllur (estrella)
que destellaba en el poniente, con palabras que el astro parecía comprender y
corresponder con gestos titilantes. El rito era prolongado y el séquito,
integrado por mujeres, entonaba de rodillas y a su alrededor cantos
misteriosos.
El agua bañaba el cuerpo de las
mujeres corriendo muy lentamente, como para no romper el manto orlado de
brillantes que en ella empezó a tejerse desde el momento en que el sol se
escondió en el cerro Vicús.
Con los primeros rayos del sol,
la Coya abandonaba la quebrada y, al pasar por las calles del poblado y de la
ciudadela, el saludo y la pleitesía de los indos la recibían. Es obvio
mencionar la trascendencia que revestía la presencia de la Coya en estos
lugares como lo era por todo el incario.
Los indígenas del dominio del
Cacique Pirúa consideraban sagradas las aguas de aquella quebrada. El mismo
sentimiento profesaban aquellos del vecino dominio del Cacique Pabur.
Por eso aquella tarde, cuando el
indio Pilán en completo estado de borrachera, penetró en esas aguas, Pirúa se
indignó y lo hizo apresar y torturar. No fue difícil atraparlo, pues el indio
aún permanecía dormido en la orilla. La huara (pantalón) y las ushutas
(sandalias) evidenciaban los hechos ocurridos destilando gotas de agua
purificadora.
El villorrio mitimae, desde sus
lugares de condena, atisbó con asombro la osadía del indio rebelde. Aquellos
que habían llegado con él desde la Marca (pueblo) del dios Naylamp recordaron
las veces en el paria incitó a otros llacturanas (súbditos del imperio) al
levantamiento contra la autoridad del Inca. Sus constantes frustraciones lo
arrastraron al alcoholismo y en su destierro obligado se separó de su familia. En
las noches de luna abandonada el poblado y erraba de cerro en cerro.
Pirúa, Cacique de carácter
generoso, desentendió adrede, por varias veces, las desobediencias del mitimae
Pilán. Acaso leyó su rebeldía aquella vez que lo encontró en el camino real que
unía este lugar con los dominios del Cacique Chira. Allí estaba el rebelde
empeñado silenciosamente en reparar aquella parte del camino que la lluvia
había dañado. El saludo sumiso se convirtió en una mirada fugaz que impregnó en
el jefe indio la sensación de encontrarse frente a un enorme peligro.
Esta vez no debían haber reparos
en la condena, pues la ofensa traspasaba lo humano y llegaba a vulnerar la
dignidad de u ser sin cuya presencia la vida no sería posible: el agua. Por
eso, ante la orden de Pirúa, los soldados llegaron con el recado a la ermita en
cuyo altar de piedra debía cumplirse la condena.
Los ojos negros del cautivo
contemplaron, por última vez, la cumbre del cerro Vicús, que en esos momentos
había abierto sus puertas para guardar al sol y… junto a él, a sus espaldas,
los ceros sin nombre a quienes narró su vida y sus pretensiones.
Cuando la ley, convertida en
macana, cayó sobre la cabeza del rebelde, su grito de dolor estremeció los
cerros de cima cima. Los soldados huyeron aterrorizados y, al llegar a la
ciudadela, Pirúa mostrase temeroso y confuso ordenando sepultar el cadáver al
amanecer.
Con la claridad inicial del nuevo
día, los indígenas se dirigieron con sus ofrendas de barro para sepultar al
sentenciado, pero ya se encontraban allí los soldados del Cacique. En sus
rostros endurecidos por la guerra la sorpresa era mayor y muy visible la
confusión: en aquel lugar no había restos humanos, ni ermita, ni vestigios de
muerte.
La noticia espantó a Pirúa y a
los nativos de muchos dominios de la redonda. Los ancianos del lugar
aconsejaron a Pirúa buscar los restos en la cumbre del cerro. El mismo Cacique
encabezó la búsqueda. Al llegar a la parte más alta del cerro una abertura
mostró a los visitantes la posibilidad de ingresar. En el interior, los restos
del indio yacían junto a una de las paredes: parecía estar dormido. El Cacique
ordenó que los restos sean bajados y cuando los soldados se disponían a cumplir
la orden un tañer misterioso de campanas estremeció el cerro, derrumbándose la
mayor parte de la cumbre.
Pirúa y dos de sus soldados
sobrevivieron al derrumbe y, cuando Almagro en 1532 llegó por estas tierras,
escuchó con asombro la historia del indio Pilán que el mismo Cacique narró con
estupor.
Los españoles, recelosos de
algunas creencias indias, destinaron las aguas de ese hermoso y curvilíneo
cauce al uso exclusivo de sus mujeres, denominándolo “Quebrada de las Damas”.
Más allá, por donde nace el sol,
enhiesto y rebelde aún, surcando los aires para sembrar las semillas de la
libertad, se levanta el cerro que los españoles llamaron Pilán. Desde allí
discurría el agua que alimentaba la pequeña represa de abajo y que el Cacique
prohibió utilizar por temor a que se generalice el espíritu rebelde de aquel
que, desde lo alto, lo miraba permanentemente como desafiándolo.
Pirúa, llamado Piura por los
españoles, murió después de varios años de aguda sequía, a cuyo término la
Quebrada de las Damas cambió su cauce unas hectáreas, más allá.
Los siglos transcurridos muy poco
han agredido la reciedumbre del Cerro Pilán, a cuya cumbre nadie se atreve
escalar por temor a despertar su espíritu belicoso. Pero… aquella fortaleza en
que Pirúa reinó va sucumbiendo poco a poco ante el duro golpe que diariamente
le asesta el tiempo.
Hoy día, al pie de esta huella,
existe el Poblado Piura la Vieja.
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